Los diez números y las veintidós letras, ese es el fundamento de las cosas.
Cosa es todo aquello que se puede nombrar. El nombre, las palabras, confieren estatus propio, ontológico, diría un metafísico, a las cosas, que se presupone están ahí. El noúmeno kantiano.
La realidad, término que engloba a las cosas objetivas, es posible gracias a algo subjetivo, la nominación. Adán, en el mito, pone nombres a las cosas, por encargo divino. Así, en esa interpretación, el creador encarga al hombre la nominación, el estatus de las cosas.
Lo que pone en cuestión la misma noción de objetividad. Los filósofos hablan de la esencia de las cosas. Una esencia objetiva, en-sí, objetivo de la atención, el interés humano, que, evidentemente, a su vez, sería otra cosa-en-si y así indefinidamente. Me temo que de estas series de palabras-que-nombran- otras-palabras es de lo que, en realidad, se ocupan, los filósofos. Pero una esencia, no es más que la suma de los objetos susceptibles de ser mencionados, de los términos sobre los cuales, o en los cuales, algo podría decirse. Así llamamos objeto a cualquier sustancia, esencia, acontecimiento o verdad cuando se convierten incidentalmente en temas del discurso. “Objeto, objetividad” no son más que otras palabras a las que asignamos un estatus privilegiado, en el discurso.
Estamos, pues, encapsulados en el mundo de las palabras, aunque, comúnmente, se crea, se suponga, que estamos en el mundo de las cosas-en-si. Cuando el filósofo define al hombre como ser-en-el-mundo le falta añadir en-el-mundo-de-las-palabras.
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