Saludos de nuevo, Elansab. Dices lo siguiente.
"Saludos Alexandre
Dices: “La salud es un hecho y una construcción. ¡Las dos cosas a la vez! Porque es una construcción cultural, sí... pero a base de hechos objetivos observables.”
Pues no, una cosa son los hechos objetivos que deben de ser valorados y otra es el valor producto de la estimación de dichos hechos. Es que tú mismo lo dices. Es una construcción cultura PERO A BASE de hechos objetivos. Es decir, los hechos objetivos son aquellos hechos que valoramos mientras que el valor se construye culturalmente a partir de dichos hechos objetivos. O dicho de otra forma, los hechos objetivos no llevan “incorporados” unos valores independientemente de los humanos a partir de los cuales los seres humanos deben de construir otros valores. Un metal, por ejemplo, no lleva incorporado un valor que el hombre tenga que descubrir ( teoría objetivista) sino que un metal posee unas propiedades reales ( hecho objetivo) que los hombre valoran o estiman. Los hombre, y a partir de las propiedades reales de las cosas, y junto con nuestros propios intereses, valoramos ese metal y así decimos, por ejemplo, que el oro posee gran valor.".
Es bueno el ejemplo que pones, Elansab, porque es un ejemplo aproximativo conflictivo, o sea un ejemplo filosófico real en vez de un ejemplo absurdo, propio de quienes pierden el tiempo discutiendo sobre el sexo de los ángeles en vez de tomar medidas para salvar a la ciudad, o sea Constantinopla, de la invasión de los bárbaros, o sea los turcos. Al final, lo que nos pone en valor a los arqueoindividualistas es que, en la gran tradición clásica de la filosofía que no decae, la filosofía perenne, lo nuestro es salvar a la ciudad, o sea, dar soluciones reales a los problemas reales. Lo cierto es que los hechos objetivos sí que llevan incorporados unos valores potenciales independientemente de los humanos. Y, sin embargo, la realización en acto de esos valores implica una eficaz actividad humana, a partir de las propiedades reales de las cosas, y junto con los propios intereses de los hombres. La valoración que los hombres realizan a partir de los hechos objetivos prehumanos es, pues, subjetiva y relativa... pero no es arbitraria ni carente de facticidad. Al menos, no siempre. No voy a escurrir el bulto, Elansab. No voy a eludir el espinoso carácter del ejemplo que me pones. Hace poco he estado leyendo, y no en la monopolista pantalla electrónica sino en un buen libro impreso sabiamente en papel como Dios manda, una Prehistoria general del género humano, en edición actualizada del año 2004. El libro cubre desde la formación de los planetas en el Sistema Solar hasta la civilización minoica de Creta, inclusive. Es de la editorial Salvat, Barcelona, España. Y aborda expresamente el ejemplo que pones: el oro y los demás metales preciosos. Hoy se consideran preciosos, por lo general, tres metales: el oro, la plata y el platino, más alguno otro de carácter circunstancial, regional o que pueda surgir como precioso; no me extrañaría que en el futuro se considerase que el coltán (una aleación de colombio o culombio y tantalio, muy usada en electrónica e informática) es un metal precioso. En la era perineolítica, o sea justo antes y después del neolítico (entre unos quince mil y unos siete mil años antes de la era cristiana) se van descubriendo las propiedades de algunos metales como materiales de herramientas, armas, ajuar, vestido y construcción, en contraste con otros materiales ya conocidos que eran la piedra, las pieles de animales, ciertas fibras vegetales tejibles o la madera. En ese momento el oro vale tanto como el ya recién conocido cobre, o como el también conocido hierro: vale en la medida en que facilite la difícil supervivencia humana, en un mundo que acaba de salir de la última glaciación. Pronto se descubre que la plata y, sobre todo, el oro, como metales presentan la útil característica de no oxidarse ni corromperse con el paso del tiempo, lo que los convierte en metales muy útiles para fabricar objetos que vayan a durar mucho; un señalizador de posición social, como una corona de rey o un collar de reina, es un buen ejemplo. Pero este mismo ejemplo indica, justamente, un uso con poco desgaste físico. Y es lógico porque, aparte de la escasez de oro y plata (que los convierte pronto en metales caros y de imposible aplicación general) el oro y la plata tienen una característica que los inhabilita para usos que reguieran fuerza y resistencia, como armas de caza o calderas para cocer carne y vegetales: son muy blandos y se deforman o rompen con facilidad. Por eso, pronto se utiliza el mucho más abundante aunque blando cobre, que aleado con el estaño da, paradójicamente, un metal mucho más duro que sus dos blandos componentes por separado: el bronce. Y, para darle flexibilidad y cierta protección contra la oxidación, a veces se añade antimonio a la aleación. El bronce y, un poco después, el hierro, se convierten en los dos metales típicos para la vida cotidiana en el primer neolítico, sea del imperio inca, de la civilización minoica, del Egipto faraónico o de las pequeñas ciudades prearias en el valle del Indo, como Harappa, Mohenjo Daro y Chanhu Daro. No hace falta dar aquí un cursillo de Prehistoria y de Protohistoria. Retengamos lo esencial para lo que nos ocupa aquí. Que el oro y la plata eran totalmente prescindibles en este momento (séptimo milenio antes de Cristo, aproximadamente) para todas las civilizaciones neolíticas. Se podía vivir sin oro ni plata; y, si se tenían muchas vacas, muchos cerdos, mucho trigo (o avena, centeno, cebada, maíz, patatas, etcétera) mucho lino para vestirse, mucha lana, un buen clima, y muchas duraderas cuevas, chozas o casas de paja, madera, adobe y piedra, se podía vivir muy bien. Eso era ser un rico de la época. Había que tener en abundancia bronce y hierro también para ser un rico en aquella época, mas no se necesitaban oro ni plata para ser un rico de la época, envidiado por los vecinos. Como diría muchos años después Carlitos Marx: el oro tenía un gran valor de cambio, pero un escaso valor de uso. Ahora demos un salto de muchos años, mas en el mismo lugar donde apareció uno de los primeros focos de civilización neolítica: Inglaterra. En el siglo XVIII aparece un famoso libro del escritor inglés Daniel Defoe (pronunciación: Dániel Dífou). Me refiero a Robinsón Crusoe; doy la forma castellanizada popular, pronunciada a la española. La pronunciación original de Robinson Crusoe es, aproximadamente, Róbinsen Crúsou. El libro se basa argumentalmente, de modo muy libre y literario claro está, en un suceso real: el naufragio y la posterior estancia obligada del marinero escocés Alexander Selkirk. Mi tocayo escocés pasó cuatro años en una isla desierta del inhabitado archipiélago de Juan Fernández, próximo a la Isla de Pascua, que sí que estaba habitada, y a miles de quilómetros del punto continental más cercano, o sea Chile. Hoy, el archipiélago de Juan Fernández y la Isla de Pascua son provincias de Chile. Tan famoso es el relato de Daniel Defoe, que la isla en la que naufragó y vivió Alexander Selkirk hasta ser rescatado en el año 1709, hoy se llama precisamente Isla de Robinsón Crusoe. ¿Qué relación tiene todo esto con el tema que nos ocupa, o sea los hechos y los valores del oro? Tranquilos: muy pronto lo veremos. Daniel Defoe sitúa su relato en el marco exótico de una isla cercana al Brasil, donde también hay (según su novela) un náufrago español, inspirado en el náufrago español real Pedro Serrano, quien arribó al islote caribeño o banco de arena hoy llamado, en su honor, Arenal de Serrana o Banco de Serrana. Tras su estancia en este banco o atolón, de 1526 a 1534 aproximadamente, Pedro Serrano escribió en España, ya rescatado, unas célebres memorias de náufrago, utilizadas posteriormente por Daniel Defoe para su novela. Pero todas estas referencias históricas y geográficas son una mera base argumental, un pretexto para que Daniel Defoe escriba sobre lo que lo interesa: ¡la Inglaterra de su propia época! Daniel Defoe es un convencido colonialista e imperialista inglés, mas no un bobo acrítico, y en realidad está en la órbita de la Ilustración inglesa del siglol XVIII. De ahí su acerada crítica social y filosófica, que plasma en esta obra y en otras. Para el asunto que nos ocupa, oh Elansab, o sea el valor del oro, hay un revelador pasaje concreto de la novela Robinsón Crusoe. En este pasaje, el propio Robinsón Crusoe encuentra oro en un cofre procedente de un naufragio, y entonces exclama lo siguiente.
"En otro de los cajones, encontré cerca de treinta y seis libras en monedas europeas y brasileñas y en piezas de a ocho, y un poco de oro y de plata. Cuando vi el dinero sonreí y exclamé: -¡Oh, droga!, ¿para qué me sirves? No vales nada para mí; ni siquiera el esfuerzo de recogerte del suelo. Cualquiera de estos cuchillos vale más que este montón de dinero. No tengo forma de utilizarte, así que, quédate donde estás y húndete como una criatura cuya vida no vale la pena salvar. Sin embargo, cuando recapacité, lo cogí y lo envolví en un pedazo de lona.".
Así, la despreciativa y ambivalente actitud de Robinsón Crusoe hacia el oro revela que en la propia cultura inglesa se han desarrollado, simultáneamente, el amor al oro y el desprecio por este metal cuya acumulación ha dado lugar a tantos crímenes y tantas vilezas. Por eso el personaje o corsario verdadero, Alexander Selkirk, dice lo siguiente en una película de piratas destinada a niños, Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe.
"Aprendí que no hay mayor riqueza que creer en uno; el oro es como el juego, tarde o temprano, arruina a los hombres.".
No hay, pues, un único valor cultural atribuido al oro, sino varios, y fuertemente opuestos entre sí a menudo. Algunos dicen o decís que el oro posee gran valor y otros decimos (opinamos) que no; que el único valor real del oro, la plata o el platino está en sus numerosas aplicaciones en metalurgia, odontología, relojería, electrónica, joyería, etcétera. O sea: que codiciar el oro y los demás metales preciosos es un siniestro contravalor. El valor otorgado a un metal es un hecho cultural siempre, sí. El problema de tu visión, Elansab, es que niegas o minimizas que existen los hechos culturales, los valores. Los valores se pueden construir erradamente o acertadamente. En el primer caso son verdaderos valores, como el valor del maíz como alimento y en otras aplicaciones de esta planta. En el segundo caso son falsos valores, contravalores, como el culto a la acumulación de oro y riquezas, exaltando a los que han acumulado mucho y despreciando a los pobres. Hay, pues, por un lado, hechos objetivos prehumanos. Volviendo a los metales, por ejemplo tenemos unos pocos metales fuertemente magnéticos que pueden actuar como imanes; fundamentalmente, el hierro, el níquel y el cobalto. Esto es un hecho que no es un valor en sí, por ser un hecho prehumano. Volvamos un momento a Carlitos Marx. Podemos poner en una nevera el típico imán casero que tiene diversos usos, como mantener una pequeña agenda de papel con un lápiz insertado para tomar notas, recoger monedas, alfileres y otros pequeños objetos metálicos del suelo, etcétera. El oro, la plata y el platino resultarán totalmente inútiles en este caso. En cambio, los mucho más baratos imanes que encontramos a la venta en cualquier tienda "de chinos", hechos con aleaciones en las que predomina el hierro, se pegarán perfectamente a la nevera o a la superficie metálica en la que, por ejemplo, queramos mantener un calendario perpetuo hecho con pequeños imanes que se deslizan para marcar el mes y el día de la semana en la placa metálica que tiene grabados los meses y los días. En este caso, pues, la imposibilidad material de obtener valor de uso implicará también la imposibilidad de otorgar valor de cambio o valor simbólico al oro; el oro no sirve para fabricar imanes que se puedan pegar en la nevera, en la lavadora o en cualquier superficie férrea doméstica. En otras situaciones, en cambio, las propiedades objetivas prehumanas del oro (o de la plata y del platino) sí que otorgarán cierto valor de uso... y es eso lo que abre la puerta al inmenso mundo simbólico acumulado en torno al oro: al valor simbólico del oro. El valor simbólico del oro es un asunto complejo, contradictorio, y que por mi parte (no estoy solo en esto) califico sin ambages de contravalor y una gran desgracia para los seres humanos, que harían mejor en no dar ningún valor al oro que no fuera el derivado de sus propiedades físicas y químicas: su valor de uso. Ahora bien, nada de esto quita que el valor (de cambio o simbólico cultural) otorgado por los hombres al oro sea, al mismo tiempo que una opinión social, también un hecho. Porque, Elansab, lo reconozcas o no, existen los hechos culturales. Los hechos culturales, los valores, tienen existencia objetiva y funcionan parcialmente bajo causas y efectos. No se trata meramente de vivencias subjetivas aisladas. La existencia de minas de oro, o de depósitos de oro y plata en los grandes Bancos centrales, sería imposible a base de fantasías o delirios individuales. Todo eso se da porque existe el hecho de que la mayoría de los hombres (desgraciadamente) da al oro un valor de poder espiritual y político. Y lo mismo ocurre al hablar de auténticos valores que no son contravalores. La imprenta en la época de Gutenberg o, en nuestra época, el procesador de textos, son inventos que al democratizar (popularizar y abaratar) la lectura y la escritura ponen a disposición de todos la acumulación de información interesante y el debate sobre ideas y actitudes. El aprecio que se tiene a los libros, sean impresos sobre papel o sobre una pantalla electrónica, es una opinión, ciertamente, mas también es un hecho. Un hecho cultural; un valor. Bueno, es cierto que no es un valor para quien no lee un libro ni por casualidad, así que trufa sus escritos de atentados contra la ortografía y la gramática. Pero que los ratones de biblioteca somos adoradores de los libros, que somos bibliólatras... es un hecho. ¿Quién podría seriamente negarlo? Hay, pues, hechos físicos prehumanos, mas hay también hechos valorativos humanos. Y por eso los valores son, entre otras cosas, hechos. Con un cierto carácter de objetividad, racionalidad y causalidad eficiente, aunque no al mismo modo que los hechos físicos prehumanos. Un ejemplo típico y bien estudiado es el paso histórico de los sistemas de escritura desde el sistema pictográfico o ideográfico al sistema fonético, que en su grado más perfeccionado proporciona la escritura fonémica, en la cual un alfabeto de pocas letras proporciona para cada fonema, para cada sonido significativo, una letra distintiva. Por eso hay paso deseado del sistema pictográfico al fonémico, y nunca se da hoy el paso inverso; una lengua escrita en el típico alfabeto fonémico latino nunca pasará al impráctico sistema ideográfico del chino o el japonés, que se mantiene por la fuerza de los intereses creados (al igual que la penosa ortografía antifonética del inglés o del francés) y no por el apoyo de los usuarios. El egipcio moderno, o sea el copto, podría reescribirse desde el cómodo alfabeto griego actual que usa (con algunos signos especiales) al viejo estilo jeroglífico faraónico, mas no lo quieren los hablantes actuales de copto. Y, en cambio, el vietnamita pasó recientemente de los ideogramas o pictogramas chinos al alfabeto latino (con muchos signos diacríticos) con un evidente apoyo popular en toda la nación vietnamita, siendo muy pocos los que intentan seguir con los viejos ideogramas chinos; que, eso sí, persisten en sellos, monedas, carteles, fachadas y otros usos culturales de solemnidad o destaque en vietnamita moderno. Un hecho indudable (¡y un valor, a la vez!) es que la obra literaria identitaria vietnamita por excelencia, la Historia de Kieu, todavía fue escrita, en el siglo XIX, con ideogramas chinos... y hoy se enseña en general a los estudiantes de todo el país (pues este libro es un clásico escolar o de instituto) ya reescrita en alfabeto latino. Naturalmente que hay ediciones vietnamitas modernas de esta obra en la ortografía original de caracteres chinos, pero casi nadie las lee. La escritura, como vemos por este ejemplo, genera un valor que no es solamente un valor de uso, sino también un valor de cambio, simbólico, cultural, metafísico y ético. Ese valor es, además de una opinión socialmente compartida (sin la cual no existe ninguna lengua oral, ni tampoco una escritura de esa lengua) también un hecho con propiedades objetivas y evolución parcialmente predecible bajo leyes causales. En resumen: los valores son una realidad bifronte. Por un lado son opiniones sobre hechos físicos prehumanos. Por otro lado, son también hechos, que no por ser hechos culturales y humanos carecen de objetividad, de causalidad eficiente y de criterios de reconocimiento (o, inversamente, de rechazo) a la verdad portada por esos valores. Puedes estar muy en desacuerdo con lo que acabo de decir, Elansab. Así que te haré la pregunta espinosa pertinente aquí: ¿sostienes que los valores no son, en ningún sentido, hechos? Cordialmente, de Alexandre Xavier Casanova Domingo, correo electrónico trigrupo @ yahoo . es (trigrupo arroba yahoo punto es).
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